Recuerdos de provincia

El hogar paterno

A falta de referencias históricas sobre la vida cotidiana en los primeros años de nuestra independencia, que nos debemos investigar en nuestra provincia, consideramos oportuno tomar del libro de Sarmiento,  Recuerdos de Provincia, extractos del mismo  que tiene seguramente similitudes con la vida de los pobladores de entonces. En este caso, en la ciudad de San Juan.

 

               “La casa de mi madre, la obra de su industria cuyos adobes y tapias pudieran computarse en varas de lienzo tejidas por sus manos para pagar su construcción, ha recibido en el transcurso de estos últimos años algunas adiciones que la confunden hoy con las demás casas de cierta medianía. Su forma original, empero, es aquella a que se apega la poesía del corazón, la imagen indeleble que se presenta  porfiadamente a mi espíritu, cuando recuerdo los placeres y pasatiempos infantiles, las horas de recreo después de vuelto de la escuela, los lugares apartados donde he pasado horas enteras y semanas sucesivas en inefable beatitud, haciendo santos de barro para rendirle culto en seguida, o ejércitos de soldados de la misma pasa para engreírme de ejercer tanto poder.

               Hacia la parte sur del sitio de treinta varas de frente por cuarenta de fondo, estaba la habitación única de la casa, dividida en dos departamentos: uno sirviendo de dormitorio a nuestros padres, y el mayor, de sala de recibo con su estrado alto y cojines, resto de las tradiciones del diván árabe que han conservado los pueblos españoles. Dos mesas de algarrobo, indestructibles, que vienen pasando de mano en mano desde los tiempos en que no había otra madera en San Juan que los algarrobos de los campos, y algunas sillas de estructura desigual, flanqueaban la sala, adornando las lisas murallas dos grandes cuadros al óleo de Santo Domingo y San Vicente Ferrer, de malísimo pincel, pero devotísimos, y heredados a causa del hábito dominico. A poca distancia de la puerta de entrada, elevaba su copas verdinegra la patriarcal higuera que sombreaba aún en mi infancia aquel  telar de mi madre, cuyos golpes y traqueteo de husos, pedales y lanzadera, nos despertaban antes de salir el sol para anunciarnos que un nuevo día llegaba, y con él la necesidad de hacer por el trabajo frente a sus necesidades.

               Algunas ramas dela higuera iban a frotarse contra las murallas de la casa, y calentadas allí por la reverberación del sol, sus frutos se anticipaban a la estación ofreciendo para el 23 de noviembre, cumpleaños de mi padre, su contribución de sazonadas brevas para aumentar el regocijo de la familia.

               En el resto del sitio que quedaba de veinte varas escasas de fondo, tenían lugar otros recursos industriales. Tres naranjos daban frutos en el otoño, sobra en todos los tiempos; bajo un durazno corpulento, había un pequeño pozo de agua para el solaz de res o cuatro patos, que, multiplicándose, daban su contribución al complicado y diminuto sistema de rentas sobre que reposaba la existencia de la familia. Y como todos estos medios eran aún insuficientes, rodeado de cerco para ponerlo a cubierto de la voracidad de los pollos, había un jardín de hortalizas, del  tamaño de un escapulario,  que producía cuantas legumbres entran en la cocina americana, el todo, abrillantado e iluminado con grupos de flores comunes, un rosal morado y otros varios arbustillos florescentes.

               Así se realizaban en una casa de las colonias españolas la exquisita economía de terreno y el inagotable producto que de él sacan las gentes de campaña en Europa.

               El estiércol de las gallinas y la bosta del caballo en que montaba mi padre, pasaban diariamente a dar nueva animación a aquel pedazo de tierra, que no se canso nunca en dar variadas  lozanas plantas; y cuando he querido sugerir a mi madre algunas ideas de economía rural, tomadas al vuelo en los libros, he pasado merecida plaza de pedante, en  presencia de aquella ciencia de la cultura que fue el placer y la ocupación favorita de su larga vida. Hoy, a los setenta y seis años de edad, todavía se nos escapa de adentro de las habitaciones, y es seguro que hemos de encontrarla aporcando algunas lechugas, respondiendo en seguida a nuestras objeciones, con la violencia que se haría de dejarlas, al verlas tan mal tratadas.

               Todavía había en aquella arca de Noé algún rinconcillo en que se enjebaban o preparaban los colores para teñir las telas, y un pudridor de afrecho de donde  salía todas las semanas una buena porción de exquisito y blanco almidón. En los tiempos prósperos, se añadía una fábrica de velas hechas a mano, alguna tentativa de amasijo que siempre terminaba mal, y otras mil granjerías que sería superfluo enumerar. Ocupaciones tan variadas no estorbaban que hubiese orden en las diversas tareas, principiando la mañana con dar de comer a los pollos, desherbar antes que el sol calentase las eras de legumbres, y establecerse en seguida en su telar, que por largos año hizo la ocupación fundamental. Está en mi poder la lanzadera de algarrobo lustroso y renegrido por los años, que había heredado de su madre, quien la tenía de su abuela, abrazando esta humilde reliquia de la vida colonial un poderío de cerca de dos siglos en que nobles manos la han agitado casi sin descanso; y aunque una de mis hermanas haya heredado el hábito y la necesidad de tejer de mi madre, mi codicia ha prevalecido y soy yo el depositario de esa joya de familia. Es lástima que no haya de ser jamás suficientemente rico o poderoso, para imitar a aquel rey persa que se servía en su palacio de los tiestos de barro que le habían servido en su infancia, a fin de no ensoberbecerse y desprecia la pobreza.

               Para completar este menaje, debo traer a colación dos personajes accesorios: la Toribia, una zamba criada en la familia; la envidia del barrio, la comadre de todas las comadres de mil madre, la llave de la casa, el brazo derecho de su señor, el  ayo que nos crió a todos, la cocinera, el mandadero, la revendedora, la lavandera, y el mozo de manos para todos los quehaceres domésticos.

               Murió joven, abrumada de hijos, especie de vegetación natural de que no podría prescindir, no obstante la santidad de sus costumbres; y su falta dejó  un vacío que nadie ha llenado después, no sólo en la economía doméstica, sino en el corazón de mil madre; porque eran dos amigas ama y criada, dos compañeras de trabajo, que discurrían entre ambas sobre los medios de mantener la familia; reñían, disputaban, disentían  cada una seguía su parecer, ambos conducentes al mismo  fin.

               Tal ha sido el hogar doméstico en que me he criado, y es imposible que, a no tener una naturaleza rebelde, no haya dejado en el alma de sus moradores impresiones indelebles de moral, de trabajo y de virtud, tomadas en aquella sublime escuela en que la industria más laboriosa, la moralidad más pura, la dignidad mantenida en medio de la pobreza, la constancia, la resignación, se dividían todas las horas. Mis hermanas gozaron de la merecida reputación de las más hacendosas niñas que tenía la provincia entera; y cuanta fabricación femenil requería habilidad consumada, fue siempre encomendada a estos supremos artífices de hacer todo lo que pide paciencia y destreza y deja poquísimo dinero.

               Nuestra habitación permaneció tal como la he descripto, hasta el momento  en que mis dos hermanas mayores llegaron a la edad núbil, que entonces hubo una revolución interior que costó dos años de debate y a mi madre gruesas lágrimas al dejarse vencer por un mundo nuevo de ideas, hábitos y gustos que no eran aquellos de la existencia colonial de que ella era el último y más acabado tipo.

               La edad madura nos asocia a todos los objetos que nos rodean; el hogar doméstico se anima y vivifica; un árbol que hemos visto nacer, crecer y llegar a la edad provecta, es un ser dotado de vida, que ha adquirido derechos a la existencia, que lee en nuestro corazón, que nos acusa de ingratos, y dejaría un remordimiento en la conciencia si los hubiésemos sacrificado sin motivo legítimo. La sentencia de la vieja higuera fue discutida dos años; y cuando su defensor, cansado de la eterna lucha, la abandonaba a su suerte, al aprestarse los preparativos de la ejecución, los sentimientos comprimidos en el corazón de mi madre estallaban con nueva fuerza, y se negaba obstinadamente a permitir la desaparición de aquel testigo y de aquella compañera de sus trabajos. (…)

 

               Después de esas grandes reformas, la humilde habitación nuestra fue lenta y pobremente ampliándose. Tocome a mí la buena dicha de introducir una reforma substancial. A los pies de nuestro solarcito, está un terreno espacioso que mi padre había comprado en un momento de holgura. A la edad de dieciséis  años, era yo dependiente de una pequeña casa de comercio. MI primer plan de operaciones y mis primeras economías, tuvieron por objeto rodear de tapias aquel  terreno para hacerlo productivo. Esta agregación de espacio puso a la familia a cubierto de la indigencia, sin hacerla traspasar los límites dela pobreza. Mi madre tuvo a su disposición teatro digno de su alta ciencia agrícola; a la higuera sacrificada, se sucedieron en su afección cien arbolillos que su ojo maternal animaba en su crecimiento:  más horas del día hubieron de consagrarse a la creación de aquel plantel, de aquella vida de que iba a depender en adelante gran parte de la subsistencia de la familia.