La guerra contra el indio

En la guerra civil

 

Debemos analizar   la guerra de los gobiernos de Buenos Aires contra el aborigen de las pampas ,  como parte de la cruenta guerra civil en territorios del Litoral, Córdoba, Cuyo  y el NOA, en el proceso de formación de lo que sería la República Argentina.

¿Fue la lucha contra el Indio en Buenos Aires y en toda la frontera  de Mendoza , Córdoba y La Pampa, parte de la guerra civil?

Sigamos a Estanislao Zeballos, (ver Biografías) hombre del  Roquismo y observador  singular de esa guerra de exterminio, en este tramo de la historia.

               En el Estudio Preliminar de su libro “Callvucurá (Cafulcurá) y la Dinastía de los Piedra, cuyo autor es Roberto F. Giusti  escribe sobre la guerra contra el Indio y la guerra civil:

“Lo más apasionante de esta historia es la intervención del indio en las luchas políticas entre los cristianos, aspecto cuya ausencia de las historias oficiales señalé anteriormente. Rosas lo usa como activo auxiliar contra los unitarios. Ello no impide que Calfucurá, que había solicitado el cintillo federal, vuelva sus armas contra él cuando debió distraer de la frontera en 1840 sus tropas, para lanzarlas contra sus enemigos. Saquea entonces la frontera con violentos malones: inclina luego sus lanzas en 1846 ante las tropas expedicionarias del general Pacheco y forma en Caseros en las filas del tirano, para volver a arrojarse sobre las indefensas fronteras apenas éste cae.

               Ya, cuando Rosas llevaba el año 33 la expedición al desierto,  …. Y empleaba a los indios amigos contra los indios enemigos, se ha dicho que los gobernantes de Buenos aires, el general Balcarce y suministro Martínez, hicieron empeñosas proposiciones a  los  caciques Catriel y Cachul, amigos de Rosas, para que se sublevaran contra las fuerzas de aquél. (Archivo General de la Nación)

               También aquí se produce la misma conexión entre los intereses políticos de los blancos y los económicos del indio. Ahora es Urquiza el que, después de Caseros, ofrece su amistad al cacique de Salinas Grandes, que fuera aliado del gobernador de Buenos Aires hasta su caída. Los capítulos relativos a los amistosos y diplomáticos tratos entre el gobierno de la Confederación y Calfucurá, son sumamente instructivos.  Zeballos no se atreve a acusar directamente a Urquiza, como lo habían hecho antes en Buenos Aires, de instigar las correrías de los salvajes en los campos de la provincia separada de la Confederación, pero afirma que es indiscutible que ‘los indios, por esta época, entendían servir políticamente al gobierno de Paraná, con sus invasiones a Buenos Aires’. ‘Se reputaban soldados de la Confederación’ dice, recogiendo esta especie del anciano cacique Namuncurá, hijo de Calfucurá y hecho más tarde coronel del ejército nacional.

               Es ilustrativa la historia del coronel Baigorria, curioso ejemplo de la confluencia de la barbarie y la civilización en nuestra confusa edad Media. Antiguo unitario, oficial del ejército de Paz, obligado a refugiarse entre los ranqueles, adquirió extraordinario ascendiente sobre ellos. Urquiza lo hizo su aliado, lo recibió en San José y le otorgó el grado de coronel con residencia sobre el Río Quinto, donde mantuvo la frontera en su doble condición de cacique ranquelino y comandante al servicio de la Confederación. Al dispensar protección en 1857 al cacique Coliqueo, en una invasión que llegó hasta el Pergamino, parece no haber entendido otra cosas este agradecido servidor de Urquiza, que servir los intereses de la Confederación contra la aborrecida Buenos Aires, si bien en vísperas de Pavón se pasaría con sus indios y sus dragones al ejército de Mitre y, sacrificando la lealtad a un antiguo resentimiento, pelearía contra sus amigos de ayer.

               No puede sorprendernos demasiado en el desierto una alianza al parecer monstruosa, cuando la historia de civilizadísimos pueblos ha ofrecido hasta los días más recientes casos mucho más abominable. Volviendo al campo de nuestras luchas intestinas, ningún bando queda enteramente limpio del reproche de haberse servido de los indios contra el adversario, según se prueba en este libro, confirmando una aserción de Mansilla en la Excursión a los indios ranqueles. (…) en tiempos en que ningún foso profundo separaba la barbarie, en sus imperceptibles gradaciones, de la civilización, a pesar de la ilusoria fórmula de Sarmiento. ¿No formaron acaso escuadrones de lanceros indios en Caseros, en Cepeda, en Pavón, en las filas de la revolución de 1874; no los había en el grueso de las tropas del general Rivas en la batalla de san Carlos, peleada contra el mismo Calfucurá?

               El indio del desierto, no el pacífico y resignado de los valles andinos y norteños, el araucano, el pampa, el  rancul  o ranquel,  fue actor de tanta gravitación en nuestra historia como el gaucho montonero, con quien muchas veces se dio la mano. (…)

               El indio del desierto, que uno se acostumbra a ver solamente en la terrorífica y simple imagen del malón, la del salvaje de torso desnudo, y vincha y lanza, tendido al galope, tal como desde La Cautiva ha sido representado en la literatura, o como Della Valle lo fijó en su célebre cuadro, se nos muestra lo que fue en realidad: una entidad humana múltiple, no siempre al margen de las zonas sociales, civilizadas o semicivilizadas y que entraba en ellas en son de guerra y exterminio, si no le disputaba al cristiano, derecho contra derecho, la tierra y el ganado, intercambiándose con él costumbres, usos y cosas, armas y tácticas de guerra, servicios y favores, astucias y perfidias, y de potencia a potencia, honores y embajadas.

               Nuevamente, al cerrar este prólogo, se nos plantea la cuestión, que es un problema de conciencia histórica, de si pudo el indio ser reducido pacíficamente, si fue necesaria la guerra que llevaron contra él el general roca y los jefes militares de la campaña del desierto, o bien, si antes se pudo y debió asimilarlo en el seno de la población blanca.

               Además, quien busque humanidad, piedad, respeto de la vida y de la hacienda en las guerras intestinas que desgarraron nuestra Nación hasta la primera presidencia del general  Roca, sólo encontrará ejemplos individuales aislados, algunos de ellos conmovedores y  admirables, pero no la práctica colectiva de esos sentimientos. No somos además ovejas negras. Cuando se lee la historia de la conquista y dominación de la tierra por  el hombre blanco, las páginas más bochornosas, por cierto no pertenecen a la Argentina. Todo lo que siguió, la apropiación de la tierra por una minoría, despojo del mismo gaucho  que había peleado contra el indio, …  son nuevos capítulos, épicos algunos, penosos otros.”

Del Libro “Callvucurá y la Dinastía de los Piedra” (Callvú, azul; curá, piedra) de Estanislao Zeballos, dedicado “al General Roca” dice Zeballos:

               “He tomado los datos que consigno desde 1833 hasta 1861 de un curiosísimo manuscrito de 150 fojas de oficio que en 1879 encontré en el desierto, entre los médanos, cercanos a la posición que hoy ocupa el pueblo General Acha. El manuscrito, como numerosas cartas que formaban parte del Archivo del Cacicazgo de Salinas Grandes, que fue escondido en los médanos por los indios en la fuga desesperada que le impusieron las fuerzas del coronel Levalle, existe en mi biblioteca y lo pongo a disposición de los eruditos. Es una historia casi completa de los orígenes de la nación Llalmache, que gobernaron los Piedra hasta 1883.”

Contenía ese archivo “las comunicaciones cambiadas de potencia a potencia entre el gobierno argentino y los caciques araucanos, las cartas de los fejes de frontera, las cartas de comerciantes que ocultamente servían a los vándalos, las listas de las tribus indígenas y sus jefes, dependientes del cacicazgo de Salinas, los sellos gubernativos grabados en metal, las pruebas de la complicidad de los salvajes en las guerras civiles de la república a favor o en contra alternativamente de los partidos; y en medio de tan curiosos materiales no faltaba un diccionario de la lengua castellana, de que se servían los indígenas para interpretar las comunicaciones del gobierno Argentino, de los jefes militares, de sus espías (este archivo prueba que eran numerosos) y de los comerciantes con quienes sostenían cuentas corrientes tan religiosamente respetadas (causa esto asombro) como pueden serlo entre los mercados de París y de Buenos aires”.

El libro relata todas las luchas de Buenos Aires contra la dinastía de Calfucurá desde que éste se enseñoreó en Salinas Grandes y dominó a todas las tribus de la región. Relata los acontecimientos desde la campaña de Rosas en 1833 cuando los indios vorogas (originarios de la región trasandina)  ocupaban Salinas Grandes que tenía por capital los feraces médanos de Masallé.  Las tolderías voroganas rodeaban aquella agreste capital y se extendía al este y al norte de Carahué. El jefe supremo era el cacique Rondeau. Se consideraban indios amigos aunque Rosas les desconfiaba y sentía amenazada su línea de comunicación.

               En 1835 una caravana de indios de un “país” llamado Chilihué (Nueva Chile) a diez leguas de Salinas Grandes,  que era esperada por  Rondeau y numerosos caciques y capitanejos reunidos en un Parlamento para comerciar, fueron masacrados  en Masallé.  Escribe Zeballos:

               “Rondeau, Melin, Venancio, Alun, Callvuquirque y muchos capitanes, ancianos, adivinos fueron degollados; y entre el clamoreo aterrador de la horda criminal, resonó en los desiertos por la vez primera el nombre del caudillo vencedor. CALLVUCURA era aclamado, sobre el médano ensangrentado de Masallé, cacique General del inmenso Imperio de la Pampa.”               

               Callvucurá (en adelante Cafulcurá)  escribe a Buenos Aires: “el Dios de todo lo creado había tenido muy justos motivos para quejarse de la mala fe de los caciques; que estaban invadiendo las fronteras y que Dios, ofendido por esta felonía, había venido en aplicar un ejemplar castigo.”  La carta se entrega a Rosas .

               Y prosigue: “La paz se ajustó en seguida en Buenos Aires, y el gobierno asignó espontáneamente una anualidad de  1.500 yeguas, 500 vacas, bebidas, ropas, yerba, azúcar y tabaco para Callvucurá y su tribu.”  Quedando reconocido como Soberano de la Pampa.

El libro describe todo el período de lucha de Buenos Aires contra Cafulcurá y todas las tribus aliadas. Retirada las tropas del ejército argentino de la guerra del Paraguay, se refuerzan todas las Compañías  de infantería y caballería en la lucha contra el indio en el vasto territorio de la pampa y de Buenos Aires y las últimas resistencias de las fuerzas federales del Noroeste.

Cuando se rompe la alianza entre las tribus “argentinas” comandadas por Cafulcurá y las trasandinas, éstas regresan detrás de los Andes. Finalmente las tribus de Cafulcurá son derrotadas en la gran batalla de San Carlos. El General Rivas con regimientos de caballería e infantería de línea más 800 lanceros del cacique Cipriano Catriel y 200 de Colileo, enfrentan a más de 3.500 lanzas de Cafulcurá formadas por regimientos  de Pincén, de Namuncurá y Epugner. A pesar de la superioridad numérica Cafulcurá es derrotado y muere pocos meses después.  Más de doscientos caciques designan a Manuel Namuncurá, Bernardo Namuncurá y Alvarito Reumasycurá como caciques generales.

               Finalizada la lucha contra Calfucurá, Roca es ya ministro de Guerra y Zeballos escribe en 1878 La conquista de quince mil leguas destinada a ser leída por los miembros del congreso antes de votar el proyecto de ley del 14 de agosto de 1878, que autorizó y financió la campaña definitiva del desierto. Dice: “Quitar a los campañas el caballo y la lanza y obligarlos a cultivar la tierra, con el rémington al pecho diariamente: he ahí el único medio de resolver con éxito el problema social que entraña la sumisión de estos bandidos”. Pero más adelante  aconsejaba s conversión al catolicismo mediante cuerpos de misioneros; “tratarlos con energía, pero con amor y justicia.”     (La cruz y la espada, Similar al colonialista español- Historia de la Rioja)                                             

El libro Callvucurá…. Es un testimonio de imprescindible lectura.  Nosotros extractaremos de él, aquellos tramos vinculados con los objetivos de nuestro estudio.

El juicio de E. Zeballos, sobre la Montonera y el indio  basados en su ideología “sarmientina” sobre “civilización o barbarie”, no exenta de contradicciones,  ignora las causas profundas, económicas y  sociales de la guerra civil argentina y la lucha por la conformación de un país federal  o centralista y unitario.

CAPITULO LXXIX

               La batalla de Pavón, a la cual concurrían los indios en unas y otras filas, con destacamentos livianos, encontraba en crisis a los soberanos de la Pampa.

               Yanquetruz muerto en Bahía Blanca, Callvucurá a la expectativa de los sucesos y rotos sus lazos con Urquiza, los rancules entregados a escenas horrendas en los duelos reales de Painé y de su hijo, y Baigorria sobre nuevos rumbos políticos; eran los motivos de la aparente inacción de la barbarie.

               Después de la batalla de Pavón la República entró francamente en el período de la reorganización constitucional, y el año 62 se pasó entre la elección del  gobierno Nacional, a cuya cabeza fue colocado el general vencedor don Bartolomé Mitre, y en trasladar el asiento de las autoridades federales a la ciudad de buenos Aires.

Las fuerzas militares eran a su vez imperiosamente reclamadas en dos teatros importantísimos: en las fronteras, donde la riqueza, la vida y el honor del vecindario estaban entregados a la voracidad del salvaje; y en el interior, donde hervían las rotas reliquias de la Confederación para marchitar, como lava de volcanes, los territorios de algunas provincias.

El año 1863 fue de horrores para la república Argentina. La guerra civil sostenida por elementos primitivos, semibárbaros, estalló con furia amenazadora. El general Angel Vicente Peñaloza (a) El Chacho, en La Rioja y Cuyo, Clavero en Córdoba, Chumbita y Varela en Santiago, tremolaban audazmente la bandera reaccionaria y corrían mal armados, pero con el temerario arrojo de argentinos, a contener la marcha amenazadora de los ejércitos disciplinados de la Nación, conducidos en el norte por Taboada y en Cuyo por Paunero.

Las campañas se levantaban como un solo hombre para resistir a las ciudades, en algunas de las cuales vibraba el rayo de la autoridad en las manos de hombres de la talla de Sarmiento.

               Las masas primitivas del país, unidas espontáneamente, seguían con singular abnegación a sus caudillos, tan pobres como ellas y tan incapaces como ellas de las supremas ambiciones del mando.

               El Chacho, Clavero, Chumbita, Ontiveros, Puebla, Varela, Elizondo, y demás caudillos de la famosa Montonera, no buscaban la presidencia, ni ministerios, ni senadurías, ni diputaciones. ¿Eran instrumentos de buena fe? ¿Mártires? ¿Bandidos? Se ha dicho que su ideal era el saqueo; pero éste fue el grito de las pasiones de la época. Hombres que no contaban segura la vida en la cercana aurora, siempre a caballo, con la lanza en ristre y cortados sus rastros por enemigos formidables como Sandes, Arredondo, Segovia e Irrazábal, no aspiraban por cierto al dulce día del reposo, para gozar el fruto de las rapiñas que en ninguna parte atesoraban, que no acumulaban en estancias de que carecían, ni daban a interés, cual otros rebeldes de América, al Banco de Inglaterra, cuyo mismo nombre jamás habían escuchado. Robaban y asesinaban los montoneros: es una verdad histórica. Era éste el medio de hostilidad y de vida, tan bárbaro como bárbaros eran ellos; pero no era la causal de los pronunciamientos unánimes y espontáneos de las grandes masas.

               Los indios estaban de su lado. Los auxiliaban en las excursiones a poblados, o les brindaban refugio y hogar al día siguiente de una derrota decisiva.

               Clavero, batido en San Luis, huyó a los toldos, y Puebla, al frente de 1.500 lanceros  ranquelinos puso sitio al coronel  Iseas en la Villa de Mercedes, llevó al asalto a los indios desmontados hasta las murallas del fuerte,  sufriendo sin más armas que lanzas y facones el fuego del cañón e infantería. Muerto Puebla en la trinchera, los heroicos ranqueles desaparecieron en el misterioso seno de sus guaridas.

Nota de Historia de La Rioja: la muerte de Puebla uno de los jefes más cercanos al Chacho, sucedió poco después de la derrota de Caucete.

Capítulo LIII

               Dice Zeballos refiriéndose a la acción de los indios en la frontera pampa y en la zona de cerros, que “el  malón en aquellos parajes apenas satisfacía la codicia de los capitanejos,  por eso en dicha zona rara vez excedía de quinientos el número de invasores, en los tiempos que precedieron a la batalla de Cepeda. En cambio, Buenos Aires ofrecía vacas y yeguas en abundancia copiosa, población condensada que cautivar a mansalva y riqueza que robar en los pueblos, pulperías y estancias. Además de estas razones económicas, (sic) que convertían el territorio de Buenos Aires en teatro predilecto de las incursiones de los indios, es necesario analizar otros motivos de orden político que influían en el mismo sentido.

               Apenas derrotado Rosas en la batalla de Caseros, huyeron al desierto los indios de Catriel y Calfucurá, que como fieles aliados, acompañaron la tiranía hasta sus últimos momentos. El general Urquiza despachó chasquis con pliegos para la corte de Salinas Grandes, avisando el nuevo orden de cosas y ofreciéndole una amistad sincera.

               Cafulcurá se apresuró a agradecer el mensaje y prometió la alianza, pero se guardó bien de sellarla hasta ver claramente el rumbo definitivo de los sucesos. (Informe del cacique Namuncura al autor).

               “Así en 1854, definidas las posiciones entre los gobiernos de Paraná y de Buenos Aires, la corte salinera acreditó embajadores cerca del general Urquiza, cuyo ejército temía desde Caseros. La paz fue ajustada. Namuncurá, bautizado en el Paraná con el nombre de Manuel, tuvo por padrino al mismo general Urquiza.”             

               Y dice Zeballos: “Así, después de asegurada la paz con las tropas de Urquiza en 1854, fue celebrada la extraordinaria confederación Indígena, cuya guerra con Buenos Aires, desde 1855 hasta 1850, he relatado. Y los grandes caciques la observaron siempre, cultivando con fidelidad sus relaciones de amistad  compadrazgo con el general Urquiza, por medio de pomposas embajadas que iban y venían a la frontera. Tres de ellas, por lo menos, hicieron largos viajes hasta el palacio de San José, de donde regresaban encantadas por los agasajos con que el general  las recibía.”

(Nota de Historia:  adviértase las diferencias de las relaciones de Urquiza con Calfucurá y el Chacho Peñaloza)

El Subteniente Baigorria

               “Subteniente de un regimiento del general Paz, hizo la campaña de Mendoza en 1831. Vencidos los suyos por el tigre de los Llanos, general Juan Facundo Quiroga, formaba en las filas del atribulado grupo de treinta prisioneros que iban a ser fusilados. Baigorria dormía en momentos en que los demás marcharon al sitio pavoroso del suplicio, y los carceleros no se acordaron de este preso heroico.

               Quiroga perdonó muchas vidas por actos y concomitancias singulares, como la que acaecía al subteniente Baigorria, (como a Barcala) mientras sacrifica cruelmente muchas otras, dignas de la humanidad y de la patria.

               El subteniente unitario continuaba preso y no se le notificaba solución alguna sobre su triste porvenir. Se presento Quiroga y pidió altivamente la libertad: le fue en el acto concedida. El subteniente Baigorria, …  desapareció en el seno ignorado de la selva ranquelina.

               Después de la batalla de Caseros, reaparece el subteniente, a los veintidós años de residencia en las tolderías de los indios rancules. Había alcanzado entre ellos, por su valor y habilidad, ilimitada influencia. Era hijo adoptivo de la tribu y cacique supremo, porque obraba de un modo decisivo sobre Yanquetruz y Painé, soberanos de esa nación salvaje.

               Regularizó la organización militar de los rancules, los perfeccionó en el uso del clarín para el combate, inspirándoles fe en la eficacia de las unidades tácticas bien organizadas, para combatir con éxito a las caballerías y triunfó con ellos algunas veces de indios y cristianos. No era sanguinario, ni codicioso, ni ladrón. Era capitán caballeresco de la horda salvaje y su botín consistía siempre en potros, libros  y diarios. Coleccionaba especialmente libros en su casa, y como era querido de los indios, después de cada invasión, en que habían saqueado pueblos o estancias, le llevaban regalos de abundantes impresos. En 1880 he oído recordar en Belgrano, al general Saá, el embrión de biblioteca que conoció en la casa de Baigorria entre los rancules. Tenía un ejemplar con falta de hojas del Facundo de Sarmiento, que era su lectura favorita y lo apasionaba, como que se refería a la guerra en que él había actuado contra Quiroga.  Baigorria se había hecho construir un rancho de barro y paja, en sitio lejano de la toldería de Painé; cultivaba allí a solas sus instintos civilizados y consagraba sobre todo un especial interés a los diarios que lo imponían de la política argentina.

Contra los Saá

               Los hermanos Felipe y Juan Saá, caudillos unitarios de San Luis, llegaron en 1840 como Baigorria, a los toldos de los rancules, arrojados por la ola furiosa de la guerra civil. Causó al oficial de Paz una alegría intensa la llegada de los caudillos. Los Saá adquirieron ascendiente entre los indios y organizaron, con algunos escuadrones, varias intentonas políticas sobre San Luis, las cuales degeneraban en doloro malón.

               Baigorria se había negado siempre a participar de estas aventuras. (En 1880, cuando el general Juan Saá se presentó en Belgrano, hablé largamente con él sobre las tristes cosas de su tiempo y de su vida. E.Z.)

               Más felices los Saá, regresaron al aire de la patria civilizada (sic) y contuvieron con las armas el malón de los rancules, que tan amablemente los habían hospedado. Baigorria recibió con furor la noticia. Calificó de ingratos a los caudillos de San Luis y armando doscientos jinetes escogidos salió, con toda la confianza del gran cacique Painé, a provocarlos al combate.

               El choque sangriento tuvo lugar en Laguna Amarilla y Baigorria, herido de un sablazo horrible en la cara, perdió la acción y hubiera perdido la vida cuando un borbollón de sangre cubrió  sus ojos, si dos indios no lo estrechan con sus caballos y sacaran del campo a escape, abrazado el herido al pescuezo del que montaba. Su odio a los Saá fue desde ese día implacable y aquel hachazo debía ejercer influencia  más tarde en la política argentina.

               Era éste el hombre que el general Urquiza buscó después de la batalla de Caseros, para asegurar la paz leal y firme con los indios en las fronteras confederadas. Justo Coliqueo, jefe de Rosas, aliado de Buenos Aires, sublevado en 1857, había aconsejado a Urquiza las negociaciones con Baigorria. Accedió éste a repatriarse, y después de veintidós años de reclusión en el seno de la selva ranquelina, pisó tierras civilizadas, llegó al Rosario, conoció vapores y, de asombro en asombro entró al palacio San José. Fue investido con el nombramiento de coronel del ejército de línea, de comandante de la frontera de Córdoba, y jefe inmediato del 7º Regimiento de caballería regular, célebre más tarde por su participación en nuestras guerras civiles, como por su grandiosa banda de clarines, que resonaba en los desiertos haciendo un héroe de cada soldado y que Sarmiento llamó única en nuestra caballería. Baigorria solamente debía responder ante Urquiza de sus actos, que parecían buenos mientras aseguraban la inacción de los indios sobre las fronteras.”

               Baigorria apoya fervientemente los pronunciamientos populares pidiendo la guerra contra Buenos Aires en 1859.

Capítulo LXV

               “La invasión de los rancules mandados por Coliqueo, que penetró en 1857 hasta el Pergamino, y se retiró con su arreo de cuarenta mil cabezas, fue protegida por Baigorria. Es aquella  (de Melincué) a que se refería el doctor Alsina en su Mensaje de 1858, atribuyendo al gobierno de la Confederación su responsabilidad.

               La verdad es que unos y otros se han servido de los indios. El coronel Mansilla lo ha dicho en un libro notable:

 

               “Con estos antecedentes (refiriéndose a la acción de Coliqueo y el respaldo de Baigorria) y tantos otros que podría citar, para que se vea que nuestra civilización no tiene el derecho de ser tan rígida y severa con los salvajes, puesto que una vez, si no varias, hoy unos, mañana los otros, hemos armado su brazo para que nos ayudaran a exterminarlos en reyertas fratricidas, como sucedió en Monte Caseros, Cepeda y Pavón …”